martes, 29 de octubre de 2013

QUE ES LA EXEGESIS BIBLICA


El término exégesis corresponde a la palabra griega exegesis, que significa explicación, interpretación, y deriva del verbo ex-egeomai, dirigir, sacar fuera; por extensión, explicar, exponer, narrar. En este sentido se usa en lo 1,18: «Nadie ha visto jamás a Dios. Dios unigénito, el que está en el seno del Padre, pl lo ha dado a conocer» (exegesato), lo ha explicado (Lc 24,35; Act 10,18; 15,15; 21,19). Muy a menudo, y por razón de su etimología, el término exégesis se toma como sinónimo de hermenéutica (v. INTERPRETACIÓN), del griego hermeneuo, que significa traducir (lo 1,42; 9,7; Heb 7,2) y exponer (Lc 24,27). El origen etimológico de hermeneuein y de sus derivados es discutido, pero parece conducir a raíces que significan hablar, decir, emparentadas a sermo y a verbum latinos (G. Ebeling, en RGG 111,243).
     
      Algunos autores contemporáneos (p. ej., Ebeling) engloban la e. y todo trabajo bíblico en general con la hermenéutica. Sin embargo, la mayoria de los autores distinguen en la práctica entre hermenéutica y e., entendiendo por aquélla la búsqueda de la naturaleza y de los principios de una justa interpretación, cuya significación no_ tiene evidencia inmediata (R. Marlé, Le probléme théologique de 1'herméneutique, Les grands axes de la recherche contemporaine, París, 1963, 10). Por e. se entiende la exposición y declaración de un libro o de un pasaje del mismo. La hermenéutica es la ciencia (episteme) que señala las reglas que el exegeta debe tener en cuenta para interpretar rectamente un libro (v. INTERPRETACIÓN II); la e. es el arte (texne) de aplicar las reglas de la hermenéutica, de utilizarla como medio para conseguir su propio fin. Si la hermenéutica y la e. tienen por objeto los libros de la Biblia, reciben el calificativo de bíblica o sagrada.
     
      1. Finalidad de la exégesis bíblica. La tarea suprema de la e. b. «es la de hallar y exponer el verdadero sentido de los Libros Sagrados y, al hacerlo, deberá tener siempre presente que lo que más ahincadamente ha de procurar es ver y definir cuál es el sentido de las palabras de la Biblia, que llaman literal» (enc. Divino afflante Spiritu: EB 550). Pero como los libros de la Biblia han sido escritos por inspiración del Espíritu Santo, y Dios en su composición se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos, se deduce que estos hombres son también verdaderos autores de sus respectivos libros, pues, al obrar Dios «en ellos y por ellos, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería» (Const. Dei Verbum, 3,11). Esta dualidad de autores no significa que en el texto sagrado haya dualidad o disparidad de sentidos literales, es decir, un sentido divino, el único infalible, y un sentido humano, bajo el cual se oculta el sentido divino (EB 612). Todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, y viceversa (v. BIBLIA III).
     
      En la S. E. suelen distinguirse varios sentidos (v. NOEMÁTICA), como consecuencia de la riqueza del texto bíblico, al que puede y debe acudir el cristiano para encontrar alimento para su fe, estímulo para su esperanza, impulso para su amor, norma para su comportamiento. Pero esos sentidos no están en contradicción entre sí ni forman una dispersión inorgánica, sino que se basan en uno que debe considerarse primario: el que se llama sentido literal, o expresado por la letra del texto mismo. La Biblia no es una obra esotérica o ambigua, sino profundamente verdadera que nos trasmite un claro y definido mensaje de salvación. Por eso el sentido literal es, como suele decirse, universal (ya que no hay ningún texto bíblico que carezca de sentido) y único (puesto que todo texto tiene un sentido básico, sobre el que pueden apoyarse otros, pero sin contradecirlo). El primer deber del exegeta bíblico es, pues, esforzarse por determinar y estudiar, con todos los medios a su alcance, el sentido literal de un pasaje o libro bíblico.
     
      Pero con ello no está del todo precisada la finalidad de la e. bíblica. En efecto, ¿qué se entiende exactamente por sentido literal? Exegetas y teólogos discrepan a veces en efecto cuando se trata de definir con precisión el sentido literal. Numerosos exegetas, tanto antiguos como actuales, definen el sentido literal bíblico partiendo de la intención de Dios, autor principal de las S. E. Según Patrizzi, sentido literal bíblico es «el que el Espíritu Santo quiso enunciar» (De Interpretatione Scripturarum Sacrarum, Roma 1862, 6). Y Santo Tomás afirma que «vero sensus litteralis est quem auctor intendit, auctor autem Sacrae Scripturae Deus est» (Quodl. VII a14 ad5; De potentia, 9,4, al), es decir, da al sentido literal bíblico una extensión amplia y lo extiende a todas las enseñanzas que Dios, autor primero de la Biblia, nos da por la letra de sus textos. No se pregunta si estas enseñanzas entran explícitamente en la intención didáctica de los escritores sagrados, autores instrumentales subordinados a Dios, que hace que formulen su propia palabra (Grelot, o. c. 312). En este supuesto cabe admitir que Dios pudo dar a las palabras del hagiógrafo un sentido más alto, más amplio y pleno, dentro de la misma línea, que el que quiso expresar el autor humano. Éste pudo conocer sólo en parte el sentido literal intentado por Dios, por ser el hombre instrumento deficiente, de comprensión limitada, con relación a Dios que lo sabe todo (J. Gribmont, Le lien des deux Testaments selon la théologie de St. Thomas, «Ephemerides Theologicae Lovanienses», 22, 1946, 73).
     
      «Los antiguos partían de Dios como punto de referencia: Dios habla en las Escrituras. Modernamente se prefiere decir que los autores humanos escribieron bajo la inspiración divina. En ambos procedimientos cabe ver un matiz especial» (L. Cerfaux, Simples réflexions á propos de 1'exégése apostolique, «Ephemerides Theologicae Lovanienses» 28, 1949, 565). Esa afirmación podría ser matizada, a fin de evitar toda contraposición radical, que no corresponde por entero a la realidad, pero apunta no obstante hacia un dato objetivo que repercute en la misma definición del sentido literal. Así, para Benoit, es sentido literal «el que ha querido expresar el autor humano» (La Prophétie, París-Tournai 1947, 355); según G. Courtade, es «lo que el hagiógrafo quiso efectivamente expresar en y por las palabras de que se sirvió» (Le sens de 1'histoire et la classification usuelle des sens scripturaires, «Recherches de Science Religieuse», 36, 1949, 136-141); igualmente, para A. M. Dubarle, «es el sentido querido por el autor humano de un libro inspirado» (Le sens spirituel, «Rev. des Sciences Philosophiques et Théologiques», 31, 1947, 43). Otros autores critican esas definiciones por estimar que colocan el acento en un dato subjetivo -la intención del escritor- difícil de determinar. «La identificación del sentido literal con la intención del autor conduce a una antinomia implacable» (L. Lapointe, Les trois dimensions de l'herméneutique, París 1967, 40; éste es también el pensamiento de G. Gadamer, Wahrheit und Methode, Grundzuge einer philosophischen Hermeneutik, 2 ed. Tubinga 1965). De ahí que algunos definan el sentido literal partiendo de la expresión objetiva de las palabras: «Es el que se desprende de las mismas palabras correctamente interpretadas» (L. Pirot, Initiation biblique, París 1939, 332). «Es sentido literal todo lo que se encuentra en la letra y sólo en la letra, sin preocuparse de si fue conocido y querido a la vez por Dios y el hagiógrafo, o por Dios solamente» (A. Fernández, Apostillas relativas a los sentidos bíblicos, «Biblica», 37, 1956, 187-191). Una posición sintética es la que adopta R. C. Fuller: «el sentido literal de la Escritura es el que se deduce directamente del texto y es intentado por el escritor sagrado» (La interpretación de la S. E., en Verbum Dei, I, Barcelona 1956, n° 39).
   
  
      Por debajo de esas diversas definiciones aflora un problema de fondo, que influye en la comprensión misma de la e., y que conviene poner de manifiesto. Dicho sintéticamente: un énfasis excesivo en la intención del autor, que podría ser legítimo en el caso de un libro meramente humano, podría conducir la e. bíblica a cerrarse a las aportaciones que vienen de luces que Dios da en momentos posteriores, es decir, a perder el sentido de la unidad de la S. E., etc. Si tenemos presente el designio revelador da Dios y la pedagogía con la que ha procedido en su manifestación, se advierte claramente que no hay dificultad alguna en admitir que el autor humano pudo no tener conciencia clara de la plenitud de la Revelación, a la cual colabora, pero de una manera fragmentaria. Esto es comprensible, sobre todo para los autores de los libros del A. T., los cuales no podían dar una formulación perfecta de la economía de la salvación antes de la entrada de Cristo en el curso de la historia de la humanidad. Pero tenían una conciencia incoativa de estos misterios, y sus escritos contribuyen con un testimonio positivo, que aparecerá en toda su nueva profundidad una vez se lean a la luz de la Palabra de Cristo y del Evangelio (v.) anunciado a todo el mundo. «Entonces desaparecerán las ambigüedades, las insuficiencias se llenarán, sus límites crujirán, ya que los aspectos del misterio que ellos intuían a su manera y que no lograron formular de una manera adecuada, quedan ahora patentes en toda su amplitud. Es perfectamente legítimo otorgar toda esa plenitud de sentido a un texto que, antes, no contenía más que una expresión incoativa de la doctrina» (Grelot, La Bible parole de Dieu, París 1965, 316).
     
      Todo ello conduce a una conclusión: la e. debe prestar un interés especial al sentido intentado por el hagiógrafo y expresado inmediatamente en las palabras por él escritas -es, en efecto, verdadero autor, ya que Dios, con el carisma de la inspiración (v. BIBLIA III), no destruye su inteligencia y su libertad, sino que las eleva-, pero sin cerrarse en él, sino estando abierto a un sentido literal más pleno que Dios pueda haber intentado y clarificado posteriormente. Así lo ha enseñado el Magisterio reciente. Diversos documentos declaran que el exegeta debe investigar el sentido que el hagiógrafo quiso expresar y de hecho expresó con las palabras que emplea (cfr. EB 107,112,485,525,550). Pío XII es claro en este punto; es tarea de los exegetas la de hallar y exponer el sentido literal que quiso expresar el hagiógrafo con sus palabras: «Sea esta significación de las palabras la que con toda diligencia averigüen por el conocimiento de las lenguas por el examen del contexto y por la comparación con los lugares semejantes, pues de todo eso suele hacerse uso también en la interpretación de los escritos profanos para que aparezca clara la mente del autor». A la vez, en otro pasaje de la misma enc. Divino af flante Spiritu (EB 552), añade: «Por lo cual el exegeta, como debe examinar y exponer la significación propia, o, como dicen, literal de las palabras que el hagiógrafo intentó y expresó, debe también investigar y exponer la espiritual, siempre que conste que fue dada por Dios, pues sólo Dios pudo conocer y revelarnos a nosotros esa significación espiritual».
     
      Análogamente el Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum, no 12, afirma: «Dios habla en la Escritura por medio de hombre y en lenguaje humano, por tanto, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y lo que Dios quería dar a conocer con dichas palabras. Para descubrir la intención del autor, hay que tener en cuenta, entre otras cosas, los géneros literarios, pues la verdad se presenta y enuncia de modo diverso en obras de índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios... La Escritura se ha de leer con el mismo espíritu con que fue escrita; por tanto, para descubrir el verdadero sentido del texto sagrado hay que tener muy en cuenta el contenido y la unidad de toda la Escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia, la analogía de la fe».
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      LUIS ARNALDICH.
     
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      EXÉGESIS BÍBLICA. 2. Criterios o principios de la exégesis bíblica. Los principios, criterios o reglas que deben seguirse en la e. b. se deducen de la naturaleza de los libros que dicha e. aspira a analizar. Un dato fundamental se impone: la Biblia es una obra singular, única. Mientras todos los demás libros están escritos por hombres en el ejercicio de sus capacidades humanas, asistidas tal vez por la gracia, pero mantenidas en su orden propio, de manera que la obra resultante es una obra exclusivamente humana; los libros de la S. E. se caracterizan por haber sido escritos gracias a un influjo sobrenatural específico, que llamamos inspiración divina (v. BIBLIA in), la cual, incidiendo en la persona completa de cada uno de los escritores humanos de tales libros, ha operado la condición peculiar de que la Biblia sea una obra literaria divino-humana, que tiene a Dios como autor principal y al hombre como verdadero autor también, pero subordinado e instrumental. Esa acción conjunta divino-humana, en la que Dios toma la iniciativa hasta la culminación de la obra, garantiza el auténtico origen divino de los libros de la S. E. y su verdad inmutable en orden a nuestra salvación (cfr. Conc. Vaticano I, Const. Dei Filius: Denz.Sch. 3006; Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum, no 11).
     
      Un segundo dato completa el anterior: esos libros no han sido inspirados por Dios a personas singulares desconectadas de todo pueblo o comunidad, sino a personas que formaban parte del pueblo por Él elegido (Israel, la Iglesia), y para recoger una Revelación de la que ese pueblo es depositario. No es, pues, lícito separar las S. E. de la Iglesia: para interpretar la. Biblia, conocer su sentido, penetrar en lo que quiere decir es necesario leerla en el ambiente en que fue escrita y para el que fue destinada, es decir, in sinu Ecclesiae (cfr. Conc. de Trento: Denz.Sch. 1507; Conc. Vaticano 11, Const. Dei Ver')um, no 7-10, 12).
     
      Teniendo en cuenta todos los datos enunciados, los autores suelen concluir diciendo que en la interpretación de la S. E. deben tenerse en cuenta dos tipos de criterios: los criterios comunes a toda obra escrita; los propios de una obra singular como es la Biblia. Expongámoslos.
     
      a) Criterios literarios comunes. Siendo los hagiógralos verdaderos autores, es legítimo aplicar al estudio de la Biblia todos los recursos de los que se vale la ciencia humana para intentar conocer con hondura el pensamiento expresado por un escritor: estudio de las características propias del lenguaje empleado, consideración del contexto histórico, ambiente o situación vital en la que está escrito el libro, análisis gramatical, etc, del texto concreto que se está estudiando; clarificación de esos párrafos a partir del contexto en que están situados; comparación con lugares paralelos, es decir, que tienen un parecido con él sea por las palabras empleadas, sea por la materia que tratan, etc.
     
      Todo ello constituye un proceso que contribuye, y poderosamente, a conocer con más hondura el sentido de un texto, profundizando -y en ocasiones perfilando o completando- lo que ya se percibe por la simple lectura directa. Ahora bien en una obra como la Biblia es insuficiente. Y ello por dos razones. En primer lugar, porque proceder con ese solo método es privarse de la luz que nos viene de las otras fuentes de conocimiento que Dios nos ha otorgado, haciendo así más difícil el trabajo, exponiéndose al error, etc. En segundo lugar -y más radicalmente- porque con ese método se puede llegar, a lo más a determinar el sentido captado por el autor humano y querido expresar por él, pero no el sentido más pleno que Dios pueda querer trasmitir. Los principios comunes, en suma, no pueden aplicarse al estudio de la Biblia sino unidos a los principios propios -(v. t.: HEUITÍSTICA BIBLICA).
     
      b) La unidad de la Sagrada Escritura. Los libros que componen la Biblia han sido escritos a lo largo de un amplio periodo de tiempo, pero son fruto de un plan unitario de Dios que ha ido revelándose a sí mismo y sus designios según una disposición o economía ordenada a facilitar su comprensión. Por eso es no sólo lícito, sino necesario, tener en cuenta al interpretar un libro las manifestaciones hechas por Dios en momentos posteriores de la historia de la Revelación, ya que ellos, al darnos a conocer con plenitud lo que Dios quería decir, nos permiten no sólo comprender la relación que hay entre las manifestaciones hechas por Dios a lo largo del proceso de la Revelación, sino captar mejor el sentido de los textos más antiguos (análogamente a como en una conversación humana, las palabras pronunciadas al final permiten a veces captar mejor el sentido de las dichas al principio). «Dios -dice la Const. Dei Verbum, formulando claramente una de las mayores aplicaciones del principio que acabamos de formular- es el autor que inspira los libros de ambos Testamentos, de modo que el Antiguo encubriera el Nuevo, y el Nuevo descubriera el Antiguo. Ya que, si bien Cristo estableció con su sangre la nueva alianza, los libros del A. T., incorporados a la predicación evangélica, alcanzan y muestran su plenitud de sentido en el N. T. y a su vez lo iluminan y lo explican.
     
      c) La Tradición y el Magisterio eclesiástico. Los libros de la S. E. nacen, decíamos antes, en el interior del pueblo elegido por Dios; en ese sentido cabe decir, en términos generales, que la tradición oral antecede a los libros escritos; y ello de tal manera que cuando los libros son escritos no pretenden hacer inútil dicha tradición o suplantarla, sino que la presuponen y se unen a ella. La Iglesia «no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado», sino también de la Tradición (Dei Verbum, n° 9). La Tradición (v.) completa e interpreta la S. E. El exegeta en suma, para comprender a fondo lo que la Biblia dice, debe esforzarse por conocer el sentido «que ha mantenido y mantiene la Santa Madre Iglesia» (Denz.Sch. 1507). Y, por tanto, estudiar la interpretación de los Padres -cuyo consentimiento unánime es regla segura de verdad-, las definiciones infalibles del Magisterio (v.) -que constituyen por sí mismas fuentes de certeza-, las interpretaciones de textos hechas en documentos magisteriales -que aunque, eventualmente, no gocen de infalibilidad tienen una autoridad que debe iluminar seriamente el trabajo-, e incluso -aunque aquí tiene más cabida el uso espiritual de los textosla utilización litúrgica de la Biblia. Todo ello, en ocasiones, decidirá de la interpretación de un texto (o excluirá, como erróneas, algunas interpretaciones que podrían presentarse como posibles desde la sola perspectiva literaria), y siempre dará ese sentido de la Iglesia y de la tradición cristiana que es el ambiente propio de la exégesis bíblica.
     
      d) Analogía de la fe. Por analogía de la fe se entiende la armonía o acuerdo que existe entre todas las verdades reveladas: la doctrina cristiana es un todo unitario en el que no hay contradicciones sino que las diversas verdades se iluminan las unas a las otras (cfr. Conc. Vaticano I: Denz.Sch. 3016). Ello obviamente repercute también sobre la e., en la que la analogía de la fe constituye una guía de doble manera: negativa, ya que toda interpretación de un texto que implique sostener algo contrario a la doctrina de la Iglesia debe ser reconocida como falsa (pensar lo contrario equivaldría a negar o el origen divino de la S. E. o la infalibilidad de la Iglesia); positiva, en cuanto que la iluminación que supone el conocimiento de la verdad de fe ayuda a interpretar rectamente el sentido de los textos en los que esa fe se nos propone, orientando la investigación en una dirección acertada, poniendo de relieve matices que tal vez de otra forma se percibirían más difícilmente, etc.
     

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